viernes, 15 de julio de 2011

Recorriendo Los Lagos italianos II: Milán-Bérgamo-Verona

Y esta fue la siguiente etapa de mi viaje. Después de hacer noche en mi Milán del alma, tomamos rumbo a Bérgamo, una pequeña población de unos 100000 habitantes, al este de Milán. Bérgamo está divida claramente en dos ciudades: la amurallada y medieval città alta  y la moderna città bassa. Como somos madrugadores, llegamos temprano por la mañana, dejamos el coche en la parte baja de la ciudad (es lo más recomendable, ya que las calles de la città alta son estrechas y empinadas) y fuimos caminando hasta la taquilla del funicular. Hay que esperar un poco hasta que llegue tu turno, pero las vistas a la ciudad y a los Alpes que te ofrece no son equiparables a las del autobús, en el que también se puede llegar.

El casco antiguo en sí es muy manejable y puedes visitarlo dando un tranquilo paseo por sus calles. Si no me equivoco, era domingo, las calles aún estaban tranquilas y rápidamente nos encontramos con la preciosa Piazza Vecchia. ¿Os imagináis qué fue lo primero que hicimos? Pues eso, nos sentamos en una terracita a tomar un espresso con los bergamaschi (o bergamescos). Nuestra mesa era una ventana abierta a joyas arquitectónicas como el Palazzo Nuovo, el Palazzo della Ragione y la Torre del Campanone. Después del café, visitamos la Basílica románica de Santa María Maggiore y nos acercamos a la fortaleza de La Rocca y a lo tonto a lo tonto, nos dio la hora de comer.


Como nos quedaba mucho coche por delante, decidimos no hacer una comida demasiado copiosa y entramos, un poco al azar y comiendo con los ojos, en la La dispensa di Arlecchino. El local estaba muy bien decorado, muy modernillo y se comía bastante bien, pero más bien de picoteo, fiambres, quesos, vinito, etc.



Y en la misma calle, justo al lado, está la famosa Pasticceria Cavour, un salón de té inaugurado en 1850. Me encantan estos sitios de tanta solera, un poco ñoños a veces, donde los camareros van enseñoritados con su pajarita. Os recomiendo que os compréis unos dulces antes de iros.


De camino a Verona hicimos una parada en la parte sur del Lago di Garda, es la parte donde se ensancha y casi parece un mar. Nos detuvimos en Sirmione, una estrecha península que se adentra en el lago, al final hay un islote con un castillo desde el que contemplar unas magníficas vistas del lago. Por lo demás, no tiene demasiado interés. Es una especie de "decorado" abarrotado de turistas alemanes e ingleses en busca de sol, un lugar completamente prescindible, hacedme caso.



Salimos de allí rápidamente para llegar al atardecer a Verona. Como ya era algo tarde, lo primero que hicimos fue buscar un sitio donde nos dieran de cenar y, al llegar a la plaza del anfiteatro de la Arena di Verona, a nuestra izquierda vimos la Trattoria Giovanni Rana. Es un restaurante clásico donde degustar todo tipo de recetas, no solo pasta. Como hacía una buena temperatura, nos sentamos en la terraza y nos decantamos por pedir un plato de pasta muy típico de allí, Picci alla sarde, una especie de espaguetis gruesos condimentados con una salsa hecha a base de sardinas. Puede no parecer muy apetitosa con esta descripción, pero os aseguro que estaban para chuparse los dedos.

Después de la cena, paseamos hasta llegar a la Piazza delle Erbe, el centro neurálgico de la ciudad. Me quedé boquiabierta al verla. Es una pena que los tenderetes que hay en el centro de la plaza impidan disfrutarla en todo su esplendor. Verona es una ciudad pequeña, así que acabarás pasando una y mil veces por los mismos lugares: Piazza dei Signori, la Arena, la Casa di Julietta, sin demasiado interés y llena de gente dejando mensajitos de amor eterno. En fin, no voy a enumeraros cada monumento o edificio de interés histórico que hay en la ciudad, pero creedme si os digo que es una ciudad de una belleza extraordinaria.



Es además una ciudad con mucha vida, tiene buenas tiendas, hay ambientillo nocturno y ofrece ofertas culturales interesantes. Nosotros asistimos una noche a una representación de la ópera Aída de Verdi en la Arena. Vale la pena como curiosidad, es algo que no se hace todos los días, aunque la acústica a mí no me pareció demasiado buena, costaba un poquito oír lo que cantaban (cierto es que nuestros incómodos asientos no eran los mejores...). Las entradas se pueden comprar con antelación por Internet y se recogen con facilidad en distintos puntos de la ciudad.

Después, nos acercamos al conocido Caffè Filippini, en la Piazza delle Erbe, a tomarnos una copa. Un broche de oro para aquella noche.



Y broche también para esta segunda etapa del viaje. Os animo a conocer estos dos rincones italianos aún sin masificar. Ahora además, gracias al aeropuerto de Orio al Serio de Bérgamo, están mucho más cerca de nosotros y a un precio razonable.

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